CDMX.- “Fue una decisión instintiva: el espíritu de conservación arrebatando la iniciativa al miedo. Si no me hubiera decidido a recuperar mi libertad, creo que hoy día seguiría encerrado en ese gabinete”.
Así describe Enrique Peña Nieto, 51 años, de profesión “presidente”, el momento fortuito en el que se armó de valor para escapar de sus captores en una calurosa mañana del 11 de marzo de 2012.
Enrique hace memoria de los funestos hechos ocurridos ese día que le llevaron a quedar privado de su libertad en las precarias condiciones de un sanitario público. En ese entonces se desempeñaba como candidato a un puesto político, pero confiesa que al salir de su domicilio hace precisamente seis años, no tenía idea de lo que el destino le tenía preparado.
“Era un día como cualquier otro y en mi agenda vi que tenía anotada una visita a la Universidad Iberoamericana, un lugar que me era familiar y en el que no pensé correr ninguna clase de riesgo”, admite, todavía un poco sorprendido.
“Pero como decimos en Atlacomulco, Cuando te toca, te toca”, añadió riendo.
El buen humor de Peña no disimula del todo las secuelas del traumático evento que sigue reconstruyendo a partir de recuerdos y anécdotas varias.
“Estas cosas suceden de imprevisto, y cuando te das cuenta ya te [inserte aquí una expresión vulgar relativa a la cópula]. Estábamos recorriendo el campus y, de la nada, se empezó a juntar una turba de chavos con expresiones alteradas, ávidos de sangre”.
El hoy Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos describe a sus atacantes como jóvenes de entre 17 y 23 años de edad, posiblemente “bajo la influencia de lattes, mota y privilegio”.
“Nos empezaron a gritar. Después hubo empujones, insultos, escupitajos y alguien arrojó una botella de Pau Pau, un vaso del Cielito Querido y los restos de una torta. Vi una puerta a mi izquierda y mi primera reacción fue entrar a donde fuera que condujera”.
Poco sospechaba el servidor público que esa aparente vía de escape en realidad constituiría su propia prisión.
Nuestro entrevistado, al igual que un grupo de once o doce colaboradores cercanos, se vieron de pronto atrapados dentro de un sanitario provisto de seis gabinetes con W.C. (uno de ellos para discapacitados), media docena de mingitorios y cuatro lavamanos.
La única vía de escape posible era la misma puerta por la que habían ingresado… misma que ya se encontraba bloqueada por miembros de una célula terrorista que después reveló su identidad a los medios: “#YoSoy132”.
La situación había pasado de lo cotidiano a lo potencialmente fatal.
Enrique describe las espartanas condiciones de su cautiverio como “higiénicas, pero desprovistas de toda humanidad”. Admite que no faltaba jabón para manos, y que tenían papel higiénico para subsistir durante uno o dos días, a lo mucho.
“Suelo leer muchos libros, de varios autores y títulos que ahora no recuerdo muy bien, pero en ese lugar no había casi nada de material de lectura”, recuerda Peña Nieto, absorto en los recovecos de su memoria.
Cita algunos letreros recordando la importancia de lavarse las manos, unas fotocopias anunciando un concierto de ska, un póster promocionando una charla sobre empoderamiento femenino en la BFXC y algo de graffiti obsceno, pero nada más.
“¿Qué fue lo que le movió eventualmente a tratar de escapar?”, le preguntamos.
“De entrada fue el deseo irrefrenable de volver al lado de mi esposa Angélica (actriz), y de mis cuatro o seis hijos. Son mi motor, no sé qué haría sin ellos, y pensé que se desilusionarían de mi sabiendo que no luché por regresar a casa”, responde haciendo un esfuerzo por contener las lágrimas.
Armado de determinación por recuperar a los suyos, de un valor a toda prueba y de las armas cortas de los elementos del estado mayor presidencial adscritos a su comitiva, Enrique Peña Nieto y sus compañeros lograron romper el cerco empujando la puerta en un punto vulnerable etiquetado con la leyenda “PUSH”. Ésta cedió sin mayor resistencia, y los confundidos captores pertrechados en las inmediaciones de los sanitarios solo acertaron a reaccionar con más gritos e invectivas.
Atropelladamente, los fugitivos corrieron por patios y pasillos. Reinaba la confusión, la anarquía, la adrenalina a flor de piel. Minutos más tarde y sin poder recordar con claridad cómo lo logró, Enrique se encontraba a bordo de su camioneta blindada, visiblemente afectado por el suplicio, pero sabedor de que la libertad había vuelto a cobijarle con su invisible manto.
“En el fondo me considero una persona afortunada”, dice Peña al preguntársele si no cuestiona la cadena de calamidades que le llevó a pasar ese amargo trago. “No sé qué hubieran hecho otros en mi lugar, pero aunque hubo momentos de duda, jamás dejé de soñar en recuperar mi rutina diaria, mi vida profesional y el amor de mi familia. Dicen que Dios le manda sus batallas más difíciles a sus mejores soldados y… pues… si ÉL está conmigo, ¿quién contra mi?”
Enrique da un sorbo largo a su café tras la reflexión, y mira con ojos de asombro la gran bandera de México que ondea sobre la Plaza de la Constitución, desde el balcón de su oficina. En un mundo de víctimas, su rostro refleja la esperanza de quien sabe que es algo más: un sobreviviente.
Por El Salsifí